martes, 26 de agosto de 2008
Se abrieron las puertas del metro, y apareció ella. No podía haber sido cualquier otra, no, tenía que ser ella. Ella con su pelo liso y largo, rubio, o pelirrojo, no me acuerdo. Ella y sus piernas más largas que las mías, y esa puta sonrisa. Y tuve ganas de lanzarle una mirada asesina, y de decirle todo lo que llevaba dentro. "Hola, pedazo de perra, ¿qué tal? A mí me iría muy bien si no existieras. ¿Sabes que el tío al que te tiraste antes ahora está conmigo? Ajá. Qué cosas, ¿eh? Ojalá te pudras en el infierno, so bruja, ojalá que sufras por haber intentado ser mejor que yo". Pero no dije nada de eso, ni la miré con odio. Le sonreí, y le cedí mi asiento, porque ella iba cargada. Me dio las gracias. ¿Qué significaba eso? ¿Le había cedido el derecho a ser mejor que yo? Qué idiotez. Además, seguro que esa tía era tonta del culo, se le veía en la cara. Y no paraba de mirar su reflejo en el cristal. Si me había dejado por ella, ese tío debía de ser gilipollas. Sí, seguro. Y yo, como una boba, bajé en la siguiente estación, aunque no me tocaba. Y no sabría decir si todo aquello me dolía o me había quitado un peso de encima.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario